Historias de la cuarentena: desde mi ventana

Casi todos los días, en algún momento de estas jornadas de confinamiento, nos hemos asomado a la ventana. Ahora son ojos que nos asoman a un mundo detenido, al escenario de un teatro abandonado. Una obra sin actores ni guión…

Sara, desde Madrid, Angélica -desde Burgos- o Constantino, desde Galicia, han encontrado pequeños brotes de esperanza… Ellos han descubierto vida, amor y solidaridad donde muchos sólo ven monotonía.  

También Ester, desde Alicante, o María Antonia, desde Fuenlabrada, nos ofrecen unas historias de la cuarentena llenas de sabiduría. Ellas nos invitan a reflexionar acerca de cómo debería ser nuestra vida a partir de ahora y a quién deberíamos agradecer -y mucho- el que estemos aquí y podamos salir adelante.

En Pazo de Vilane agradecemos la posibilidad de estar cerca de la naturaleza, de dar sentido a la España Vaciada y la oportunidad de ver desde nuestras ventanas la vida florecer a pesar de todo y a los animales, que siempre nos devuelven una mirada de lealtad y gratitud    

Niños en Pazo de Vilane

¿Quieres conocer las historias de la cuarentena que Pazo de Vilane ha seleccionado para ti?

No te pierdas, en primer lugar, el relato de la auxiliar de enfermería Sara M, una de nuestras Historias de la Cuarentena más esperanzadoras. Ella es una heroína que no se tiene por tal. Siempre al pie de la cama del enfermo, ha sido testigo de tristísimas partidas, pero también de extraordinarias recuperaciones.

Sara M.

Un rescate de amor 

Auxiliares de enfermería en un hospital de Madrid

Llueve. ¡Llueve desde hace días! Siempre me ha gustado la lluvia, especialmente resguardada tras una ventana. Decenas de gotas que recorren mis cristales; se buscan unas a otras, se encuentran… Miro el cielo gris, encapotado. Miro el parque, vacío y el edificio de enfrente. Veo a mis lejanos vecinos, que también se asoman a sus ventanas, como cautivos mirando el mar. 

Casi cumplimos un mes de confinamiento en casa, pero yo apenas he pisado la mía. Mi trabajo como auxiliar de enfermería en un hospital me ha mantenido alejada de los míos y una especie de extrañeza y remordimiento me invaden hoy al disfrutar de un día libre completo. 

Mañana volveré a la primera línea, pero mientras tanto, debo descansar. Eso es lo que me repiten mis amigos y mi familia.

Mi hija está liada con un bizcocho de limón y casca sin mucha maña tres de vuestros huevos sobre la harina y la levadura. Mi hijo mayor le pone pegas a la receta y rescata los trocitos de cáscara… Mi marido está preparando el aperitivo, y un buen cocidito puesto al fuego nos espera para comer. Por la tarde veremos una serie que nos encanta… Esto se parece mucho a la idea de la felicidad que yo tenía en los tiempos previos al Covid-19.    

Pero ahora todo ha cambiado. No puedo olvidar las escenas de dolor que he visto y veré en el hospital. No puedo dejar de recordar tantas personas que nos han dejado y por las que nada hemos podido hacer. 

<<Mami, prueba la masa>>. Sofía se acerca con el dedo pringado en la masa del bizcocho. Su preciosa sonrisa de dientes de leche siempre tiene el poder de cambiarme el humor. En ese momento, mi marido me mira y algo que ve en mí le impulsa a acercarse (¿quizá una sombra de tristeza que no puedo disimular?). <<Toma un mejillón. ¡Están buenísimos! Se parecen a los que nos tomamos aquella vez en Santiago>>. Me abraza. Mi hijo le separa de mí y me pega un achuchón. Empiezan a jugar, y ríen, como dos cachorros mastines, para conseguir mi favor. 

Y entonces ese chute de amor, ese rescate de ánimo y ganas de vivir que siempre supone para mí el cariño de mi familia me lleva por asociación de ideas al pasillo de mi planta de hospital. 

Allí está Carmen, mi fiel compañera, Leonor, la enfermera, Marta, la limpiadora, David, el médico residente, Mercedes, la internista… En estos días todos ayudamos a todos. Ponemos locas ideas en práctica que a alguien se le ocurren y experimentamos con nuevas terapias de amor que pueden funcionar… ¿Por qué no?

Ramón, el enfermo de la habitación 1014, de 76 años, no tenía móvil antes de la cuarentena. No lo consideraba necesario. Desde que se jubiló vivía pegado a su mujer, Flori, y veían un gasto superfluo tener dos líneas. Con las prisas del ingreso -la fiebre, el ahogo… – Flori se quedó con el smartphone en casa y no repararon en la soledad que sufriría Ramón en estos largos días de hospital. Sin manera de poder conectar con el exterior.

A veces parece que no quiere vivir. Desde hace días ha dejado de comer. Tiene la mirada fija en el techo y no responde a las bromas que tratamos de hacerle Carmen y yo, disfrazadas con nuestros incómodos trajes de astronauta.

David dice que es importante que mantenga el ánimo para que le saquemos adelante, que sus analíticas van cada vez peor, pero las enfermeras y auxiliares ya hemos agotado todas nuestras tretas. 

Entonces llega Marta, con sus trastos de limpiar y su móvil en la mano. Ha conseguido el número de Flori en Administración. 

<<Ramón, ¡mira quién te quiere saludar!>>  En el smartphone de Marta aparecen repartidos en un precioso mosaico Flori, con sus hijos y nietos. Todos agitan los brazos, tiran besos a Ramón, le dicen que le quieren. El enfermo nos pide que le incorporemos en la cama. << Un poquito más, Sara, gracias>>. 

Es la primera vez que nos dirige la palabra… ¡y resulta que conoce nuestros nombres!

Emociona ver a un hombretón curtido por las cornadas de la vida (recio y sereno cuando entró al hospital a pesar de su gravedad) derramar gruesas lágrimas. Ni siquiera trata de limpiárselas con el dorso de la mano. 

Agarra las nuestras y ríe con los comentarios de los suyos todo lo que le deja la máscara de oxígeno. 

Así transcurren 20 o 30 minutos. Marta promete repetir todos los días la videoconferencia, a la misma hora. 

Pero, al colgar, Ramón ya no es el mismo. Pulsa el llamador. 

<<¿Habéis recogido ya la merienda?>>

<<Sí, pero todavía tengo la tuya en el carrito, en el pasillo.>>

<<¡Pues venga aquí ese café con leche y esas galletas! ¿Tenéis mermelada?>>

<<¡Pues claro! ¡Y mantequilla! Aproveche, que ahora el médico no regaña si se pasa usted con las grasas…>>

A Ramón le dimos ayer el alta. Toda la planta se deshizo en aplausos mientras avanzaba por el pasillo. Algunos gritaban: <<¡Torero, torero, torero…!>>.

Me asomé por la ventana del control de enfermería, que da a la puerta principal del hospital. Necesitaba empaparme los ojos de un final feliz.

De un coche rojo salió la mujer de Ramón y un hombre alto parecido a él, de unos cuarenta y algo. Supuse que era su hijo. Se les veía felices; gesticulaban mucho con las manos, lloraban de alegría, pero no podían abrazarse. Aun así, el sentimiento subía a chorros hasta mi ventana. Casi podía palparlo. 

Llovía sin parar, y las gotas corrían por los cristales, buscándose unas a otras.  ¡Siempre me ha gustado la lluvia!

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Angélica Salgado nos sigue desde Burgos. Ella nos narra cómo es ahora la vida en un barrio del sur de la ciudad, San Pedro y San Felices, ubicado en la margen izquierda del río Arlanzón, junto al Bulevar. Ahora, el sonido de una trompeta consigue hermanar y dar ánimos a toda una trinchera vecinal. 

La trinchera de San Pedro y San Felices

Historias de la cuarentena: la trompeta de un vecino del barrio de San Pedro y San Felices, de Burgos, que toca todas las tardes desde su ventana.

Vivo en la ciudad de Burgos, en un barrio a 15 minutos caminando del centro de la ciudad. En la tercera planta de un edificio de 7 está mi hogar. El piso tiene unos 60 m2 y ventanas a dos calles. Dos habitaciones al sureste, cocina y salón al noroeste.

Al noroeste y desde el gran ventanal del salón, veo un parque construido en los antiguos hangares del ferrocarril, el castillo, la catedral, el viejo seminario reconvertido en hotel, el atardecer… Vistas amplias y bellas. 

Al sureste, a unos 40 metros y separado por una carretera de doble sentido con sus aceras, observo otro bloque de viviendas, de esos horribles de ladrillos colorados.

Normalmente me entero de que son las 8 de la tarde por los golpes que da mi vecino del 4° en su ventana. No me molesta, me da la risa, pienso que cualquier día se me cae encima. 

Enfrente de mí salen a aplaudir la abuela del primero, la vecina del tercero, la señora del cuarto, madre e hija en el quinto, otra señora en el sexto. En el portal de al lado hay más variedad de género, un matrimonio con su niño, una pareja joven, una señora, una vecina… 

Me da por pensar, ¡casi todas mujeres! Como en la mayoría de las acciones de lucha, apoyo, reivindicación, colaboración…

Se escuchan aplausos, chiflidos, silbatos, cazuelas, voces de ánimo. Pero lo interesante viene cuando termina el bullicio. Todos esperamos en silencio. Se escucha algún grito: «¡Vamos, Ignacio!», «Venga, Ignacio!»

De repente, la música de una trompeta inunda la noche.

Ignacio debe ser un hombre mayor, digo debe ser porque no le veo, y el repertorio es de pasodobles y piezas similares. Pero a nadie le importa. Acaba una canción y el público aplaude fervoroso, alaba al artista y pide otra. 

Después de la segunda pieza parece que no va a haber una tercera, pero el público le aclama y se oye: «¡Venga, que es sábado!» 

Por fin, se escucha la tercera. Tras los aplausos nadie se quiere meter a casa… A pesar del frío, nadie cierra su ventana.

Es un rato de socialización, sin hablar ni estar físicamente con nadie. Es una ocasión de ir a la calle sin salir de casa. Es una oportunidad de estar distraídos y sonriendo. A fin de cuentas, es un momento de compartir.

Se escucha: «¡Buenas noches!», «¡Buenas noches!», «¡Hasta mañana!»

Y una a una, las ventanas se van cerrando y las persianas bajando. Uno a uno, nos vamos metiendo, de nuevo, en nuestra trinchera.

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Constantino Gago, desde su ventana gallega, descubre -de tanto mirar- tesoros escondidos que siempre estuvieron a su alcance. Te animamos a que descubras su historia de la cuarentena: 

Una ventana

Vista de Galicia al atardecer.

Tengo una ventana abierta al mundo por la que entra la luz del sol todas las mañanas. Y cuando la abro entran también el sonido del viento, el olor a hierba mojada y el piar de pájaros cantores. Siempre estuvo ahí, pero yo no la veía.

Tengo vecinos mirando esas ventanas, que comparten temores y esperanzas. Que se ofrecen para ayudar de corazón y tienen nombres y apellidos. Siempre los tuvieron pero yo no los conocía.

Tengo a mis padres mayores aquí conmigo; abuelos que quisieran y no pueden estar con esos nietos a los que adoran. Que darían sus vidas sin pensar, para ser ellos y no nosotros quienes sufrieran las embestidas de este virus despiadado. Pero eso yo ya lo sabía.

Unha fiestra

Teño unha fiestra aberta ao mundo pola que entra, a luz do sol cada mañán. E cando a abro entran tamén, o son do vento, o cheiro a herba mollada e o piar de paxariños cantareiros. Sempre estivo aí, pero eu non a veía.

Teño veciñas e veciños asomados a esas fiestras, que comparten temores e esperanza. Que se ofrecen para axudar de corazón e que teñen nomes e apelidos. Sempre os tiveron pero eu non os coñecía.

Teño aos meus pais maiores aquí conmigo; avós que quixeran e non poden, estar con eses netos aos que adoran. Que darían a vida sen pensalo, para ser eles e non nós os que sufriran, as arremetidas deste virus desalmado. Pero iso eu xa o sabía.

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Ester Meseguer Segura, desde su casa de Aigues de Busot, Alicante, firma otra de las historias de la cuarentena de esta semana. En ella nos invita a que que en el futuro cambiemos de una vez nuestra relación con la naturaleza. 

Barranco de Aigues, con la torre de defensa.

Cuando todo esto acabe, cuando podamos abrir las puertas de nuestras casas y salir libres, cuando el miedo al contagio y la sombra de la muerte desaparezcan…

Cuando nos podamos besar, abrazar; cuando nos podamos tocar, reír, acariciar, y todo vuelva a la normalidad…

Espero que no olvidemos, espero que hayamos aprendido, que hayamos recapacitado. Espero que escarmentemos y que sirva para algo.

Espero que cuidemos de nuestro planeta, de la bonita vida que existe a nuestro alrededor y que hemos maltratado.

Espero que respetemos la naturaleza que sabiamente pone cada cosa en su lugar, los animales exóticos en la selva, no en la sartén, los pájaros libres en el cielo, los peces en su mar, un mar limpio, como nos lo regalaron, dejémonos de tanto avión, de cruceros, de tanto viaje innecesario…

Espero que no olvidemos que una videollamada no es comparable a un abrazo, una caricia…

Espero que no olvidemos. Hagámoslo por todos los que ya no están, y que podamos seguir disfrutando de la vida, ese regalo que apenas habíamos hecho aprecio.

Nos pensamos indestructibles, invencibles, mentes capaces de desarrollar tecnologías tan avanzadas… Y sin embargo no hemos sabido hacer algo tan simple como convivir con nuestro entorno. Pero la naturaleza nos ha recordado quiénes somos, y espero que no lo olvidemos jamás.

RESISTIREMOS; ESTÁ EN NUESTRAS MANOS

Por último, María Antonia, desde Fuenlabrada, Madrid, rinde homenaje a esos grandes héroes olvidados, nuestros mayores. 

Héroes olvidados

Un abuelo con dos nietos contemplan las vacas.

Acostumbrados a la vida tan ajetreada que llevamos, de repente un día te levantas y ves que te cortan el vuelo.

Y no sabes qué está pasando, pero no tardas mucho en darte cuenta que la realidad supera la ficción.

¡Sí! Hay un pequeño bicho que nos mata y, por desgracia, no es ninguna broma de mal gusto.

Y de repente cambia nuestra vida.

Hay que quedarse en casa y respetar las órdenes que recibimos, ya que tenemos una gran labor que cumplir: cuidar nuestras vidas, pero sobre todo la de nuestros mayores, esos grandes héroes olvidados.

En su día dieron todo por nosotros, ya que gracias a su esfuerzo los que vinimos detrás pudimos estudiar, viajar, VIVIR. Y ahora nos toca devolverles su grandeza.

Es tiempo de cuidarlos con amor y cariño y no dejarles morir.

¡Gracias, héroes! La vida es hermosa a vuestro lado.

Pero no me olvido de los otros grandes héroes y salvadores. ¡Sanitarios, Fuerzas Armadas, militares, sois nuestros salvadores!

Gracias y mil gracias

Yo me quedo en casa.

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Estas han sido las mejores historias de la cuarentena de esta semana. Os animamos a que abráis el corazón y nos sigáis contando cómo os sentís. ¿Qué os preocupa? ¿Qué os da miedo? ¿Qué os hace levantaros con ánimo cada día y mantener la esperanza?

¡Esperamos vuestras historias! Podéis remitirlas al correo:  comunicacion@pazodevilane.com

Recordad: hay un viaje en juego a Pazo de Vilane.

Cuando todo esto pase -que pasará, no lo dudéis- premiaremos el mejor relato de historias de la cuarententa con un viaje a Antas de Ulla, Lugo, donde está ubicado Pazo de Vilane. El/la ganad@r podrá visitar nuestras instalaciones y disfrutar viendo a nuestras gallinas en libertad poniendo huevos camperos y pastoreando por los terrenos del Pazo.